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"Solo dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: uno, raíces; otro, alas" (Hodding Carter)

sábado, 16 de julio de 2016

Cada niño es único

Hay niños y jóvenes que abandonan sus estudios pensando que son estúpidos y acaban en las calles como pandilleros, en trabajos precarios, en la cárcel o hundiendo su vida en alcohol y antidepresivos... Como afirma uno de los pensadores educativos más solicitados de los últimos veinte años, Ken Robinson, no se trata de pensar que la educación sea la respuesta a todo esto, sino que un mejor comienzo vital les brindaría la oportunidad de poder descubrir sus auténticas cualidades y elegir su camino. Hay profesores estupendos que son capaces de rescatar niños al borde del abismo y encauzarlos. No es una exageración decir que se trata de una cuestión de derechos humanos: la gente tiene el derecho a elegir su propia vida. Cada niño es único
y nace con cualidades que, a menudo, el sistema educativo tradicional no descubre.

Sin embargo, muchas de las presiones que llegan a los colegios provienen de padres angustiados por la formación de sus hijos. Por el contrario, otros muchos consideran que el sistema educativo está bien y piden más deberes y programas de refuerzo. En cualquier caso, la educación empieza en el hogar.

Siempre ha habido expertos, como María Montessori, John Dewey y muchos más, que han reclamado una aproximación más personalizada y no un sistema que se asemeje a una cadena de producción industrial. La gente piensa que es una excentricidad  decir que la escuela funciona como una fábrica. Se divide en compartimentos separados, a los que la gente acude durante unas horas fijas; los días se distribuyen en bloques de tiempo y los alumnos son evaluados de forma periódica para saber si son aptos para seguir ahí. A los que no se adaptan se les responsabiliza de su fracaso, pese a que exista la posibilidad de que sea el propio sistema el que les ha fallado. La gente entiende esto y cada vez hay más colegios que quieren aplicar otras teorías.

La educación es un sistema dinámico y muy complejo, sin duda. K. Robinson en su último libro, Escuelas creativas (Grijalbo), trata de justificar por qué la creatividad  no es un conjunto extravagante de actos expresivos, sino la forma más elevada de expresión intelectual.

En lo que respecta a los títulos universitarios, K. Robinson proclama que ya valen menos. Antes, tener un doctorado era formar parte del 0,01% de la población mundial. Funciona como la inflación. Hace un tiempo, una carrera era todo lo que se necesitaba para conseguir un buen trabajo; ahora hace falta también un master. ¿Dónde acaba? Se supone que dentro de unos años habrá que ganar un Nobel para trabajar. "Ah, tienes un Nobel, qué bien. Pero ¿que tal dominas el Excel?". Las promesas de una buena educación superior comienzan a tambalearse. Algunos empiezan a pensar que tal vez no sea imprescindible ir a la universidad. Aunque esto está cambiando, la pelota está, de momento, en el campo de los titulados, porque sus rentas son mayores que el promedio.

Este brillante pensador cree, asímismo, que bailar es tan importante como sumar: "los humanos tenemos un cuerpo, no somos programas, y nuestra relación con él es fundamental para nuestro bienestar. Muchos problemas del mundo civilizado tienen que ver con la obesidad, la diabetes o la depresión. En Estados Unidos hay una generación de jóvenes que, por primera vez, puede que vivan menos que sus padres debido a enfermedades cardíacas y otras dolencias vinculadas a una dieta pobre y poco ejercicio físico. El sistema educativo trata, con frecuencia, la vida humana como si solo importase lo que existe entre las dos orejas".

Al hacer referencia a su conocida ponencia, "¿Las escuelas matan la creatividad?", cuenta la anécdota de una niña retraída que siempre pintaba en clase. "¿Qué dibujas?", le preguntó la maestra. "Estoy pintando a Dios", respondió. Cuando la profesora le quiso hacer entender que nadie lo había visto nunca, ella replicó: "Mejor, en cinco minutos podrán saber cómo es".

Adaptado de Pilar Alvarez. EPS 2.076; 10.7.2016, 52-57