(Anthony de Mello)
Cuando mi hija empezaba a leer, un día me preguntó: -papá, ¿qué es ser generoso?
Se lo intenté explicar lo mejor que pude. Le contesté que consiste en dar a los demás, en compartir las cosas, en no quererlo todo para tí ...
Mientras se iba corriendo a jugar, me dijo que lo había entendido, pero unas semanas después volvió a preguntarme: -papá, ¿qué era lo de generoso?
Batalla perdida, pensé. Quizá lo entendió en su momento, pero ya lo había olvidado. Así que esta vez probé de otra manera: le conté una breve historia de su abuela, como ejemplo de generosidad. Escuchó atentamente con los ojos abiertos como platos mientras sonreía. Esta vez sí noté que lo había comprendido y que probablemente lo recordaría para siempre.
Como adultos, estamos acostumbrados a comunicarnos mediante explicaciones. Y, por extensión, las utilizamos tambien con los niños. Pero la mente infantil es poco sensible a este método. A los niños les cuesta entrar en el significado de los conceptos, y aunque los puedan entender, los olvidan rápidamente. Por eso tenemos que repetirles doscientas veces las cosas para que las asimilen. En realidad, no les interesa nada lo que les decimos.
Pero comunicarnos con los más pequeños no es tan difícil. Exige solamente cambiar las explicaciones por los símbolos, es decir: las historias y los cuentos. Por ejemplo, podemos explicarle a un niño veinte veces la necesidad de comer verduras. Ni lo quiere comprender ni le interesa. Pero una buena historia, con un héroe que se alimenta de verduras (al más puro estilo de Popeye y sus espinacas) calará mucho más, captará mejor la idea y no la olvidará tan fácilmente.
Cuando contamos un cuento a nuestro hijo pequeño, además de educarlo o enseñarle algún concepto, obtenemos otro beneficio: establecemos con él un fuerte vínculo de cariño y, de alguna manera, nosotros mismos acabamos siendo parte la historia. El cuento tendrá la fuerza que le demos con nuestra particular manera de contarlo. Eso genera mucha complicidad con los pequeños, que querrán que les repitamos el cuento una y otra vez, exactamente con las mismas palabras y con la misma entonación, con los mismos gestos; sólo para disfrutar del momento. Es exactamente igual a lo que nos pasó a nosotros de pequeños con los cuentos de nuestros padres y que esperábamos con impaciencia cada noche.
La mente infantil es especialmente sensible a la fantasía. Y lo que es más importante, como son muy listos, son perfectamente capaces de conectar esa fantasía a la vida real. Es decir, aprenden de un cuento porque el niño se lo imagina, lo relaciona con su propia vida. Además, las historias y los cuentos mueven emociones. Eso es algo que difícilmente se consigue con una explicación. Y mover sentimientos es una clave esencial para el recuerdo. No sólo en los niños, sino tambien en los adultos. Las cosas que sólo se entienden, se olvidan. Las que se sienten, se recuerdan para siempre. Adaptado de Ferran Ramon-Cortés. El País Semanal. 2009, núm. 1700;28-30.